Oswaldo
Zavala Periodista y Profesor Investigador
en la City University of New York. Su más reciente libro es “Los cárteles no
existen”.
Una de las propuestas más
importantes de la campaña presidencial de AMLO, que sin duda catapultó su
triunfo, fue la transformación radical de la política de seguridad centrada en
la llamada “guerra contra el narco”, que inició el presidente Felipe Calderón y
prolongó el presidente Enrique Peña Nieto. Pero aunque el “narco” ya no sea el
“enemigo”, es preocupante la aparición de nuevos actores que han movilizado a
las fuerzas armadas por todo el país: los migrantes y el robo de combustible.
Mientras
los gobiernos anteriores culpaban a los traficantes de la ola de violencia sin
precedentes —en esos 12 años hubo más de 278 000 asesinatos y 40 000
desapariciones forzadas, según cifras oficiales— el Ejército y la
Marina asediaban regiones del país y tenían enfrentamientos con un alto índice de letalidad con los supuestos
delincuentes: ejercieron una brutal represión que dejó cifras desproporcionadas
de civiles asesinados por las autoridades, pero muy pocas bajas de soldados y
marinos.
En este
contexto alarmante, el gobierno de AMLO declaró el fin de las acciones militares en
contra del narcotráfico y anunció que “oficialmente ya no hay guerra”.
Ha
destacado también dos cambios fundamentales para intentar revertir esa política
de seguridad: levantar la prohibición del consumo de
drogas ilegales y la gradual desmilitarización del país con la creación de una Guardia Nacional bajo un mando civil que,
en un plazo de cinco años, deberá reemplazar al Ejército y a la Marina en todas
las tareas de seguridad.
AMLO
parecía advertir correctamente que la violencia estaba vinculada a la estrategia de militarización. Sin embargo, en
los primeros ocho meses de su gobierno ya se han registrado más de 20 000 asesinatos, a un ritmo de 80 homicidios
diarios en promedio. ¿Cómo reconciliar la nueva política de seguridad con la
brutalidad de estas cifras?
·
Tendemos a olvidar que la agenda de seguridad nacional en México
ha dependido históricamente de la política exterior de Estados Unidos. Como
argumenté en mi libro Los cárteles no existen, el concepto mismo de
“seguridad nacional” fue adoptado en nuestro país desde mediados del siglo XX
para seguir con docilidad los intereses geopolíticos estadounidenses.
Nuestro
primer enemigo en común fue el comunismo durante la Guerra Fría. En esa época
el gobierno mexicano reprimió y exterminó movimientos sociales y reclamos de
justicia.
En
1986, al anticipar el colapso de la Unión Soviética, la presidencia de Estados
Unidos designó al narcotráfico como el nuevo “enemigo” de
la seguridad nacional. En consecuencia México creó, tres años más tarde, el
Centro de Investigación y Seguridad Nacional, y se generalizó la militarización de la seguridad pública. Esto
allanó en México el terreno para la llamada “guerra contra el narco”.
Es
cierto que el nuevo gobierno ha cuestionado la validez del discurso antidrogas,
pero eso no significa que disminuirá la violencia en México: esta no depende en
realidad del combate a los “cárteles”, sino de la condición de guerra creada por la militarización.
El
mismo día en que AMLO declaró el fin de la “guerra contra el narco” el
secretario de Marina, Rafael Ojeda, dio a conocer el surgimiento del “Cártel Santa Rosa de Lima”, una organización
dedicada al robo de hidrocarburos, práctica conocida coloquialmente como
“huachicoleo”. Estos nuevos “cárteles” retoman narrativas de los traficantes de
drogas: cuelgan mantas con mensajes amenazantes, tienen “santos” que los
protegen y se disputan territorios.
AMLO
también cedió a la presión del presidente estadounidense Donald Trump para
endurecer su política migratoria. Al contravenir el derecho humano a migrar que
su gobierno inicialmente defendió al otorgar visas humanitarias a 12 500
centroamericanos, usa a la Guardia Nacional en las fronteras para atajar el
flujo migrante que se estima podría llegar a 900 000 refugiados para fines de este año.
Según
la Comisión Nacional de Derechos Humanos, es preocupante la poca transparencia
sobre los protocolos de operación de esta fuerza
armada. López Obrador insiste
en que no desencadenará una nueva “guerra contra el narco”, pero es inquietante
que forme un muro virtual para colaborar en la racista y xenófoba campaña
antiinmigrante del presidente Trump.
Hasta
hoy, un total de 70 000 elementos de la Guardia Nacional, integrada por
elementos del Ejército, Marina y Policía Federal, ocupan
150 regiones del país lo mismo para detener “huachicoleros” que migrantes
centroamericanos, e incluso realizan revisiones en el metro de la Ciudad de México.
Después
de la violencia en nombre de la “guerra contra el narco”, se abre entre
nosotros otro conflicto todavía más duradero y acaso más injusto: la guerra
contra la pobreza, contra aquellos que, sin capacidad de resistencia, serán
sacrificados una vez más en el nombre de la “seguridad nacional” de México y de
Estados Unidos.
Más allá de la retórica, AMLO
ha intercambiado un enemigo por otros para justificar la continuidad de la
militarización que, de no detenerse, podría dejar un saldo de muerte y
destrucción aún mayor que el de los gobiernos anteriores. La pacificación del
país, hasta donde podemos ver, trágicamente seguirá siendo la consigna
pendiente del gobierno de México.